No vuelen con Vueling, si pueden. Por motivos profesionales, en los últimos tiempos me he visito en la (penosa) obligación de utilizar los servicios de la simpática compañía que preside el no menos simpático Josep Piqué. Es un tormento.
En los aviones estamos casi acostumbrados a pasar ciertas incomodidades, lo vemos ya como algo consustancial al viaje. En el caso de Vueling, no es que los asientos sean estrechos y estén muy juntos los unos con los otros. No, es otra cosa. ¿Cómo definirlo? Piensen en una lata de sardinas.
Los señores y señoras de Vueling, en una demostración de fuerza (supongo: no hay otra explicación), regulan el aire acondicionado a la temperatura más baja posible. La última vez que volé, para no morir de frío, tuve que abrigarme con el Marca y El País, cual indigente. Así, entre la estrechez, el frío extremo y una música ambiente atronadora, no sólo es imposible dormir un poco, sino que un trayecto de poco más de una hora se convierte en lo más parecido a una tortura medieval.
Para acabar de completar este terrible cuadro, la tripulación, que es superenrollada, tutea a los pasajeros:
“abróchate el cinturón”, “espero que tengas un buen viaje”, “permanece sentado en tu asiento”-dicen las azafatas y los azafatos, los pilotos y las pilotas. A ver, ¿quién ha dado permiso a esta gentuza para tratarme de tú?
Eso sí, todo esto te lo venden con un envoltorio de diseño pretendidamente cool, que, en realidad, no pasa de infantiloide, y la odiosa bandera del buenrollismo juvenil. El paradigma de esta idiocia de diseño son los bobalicones lemas de sus
campañas comerciales.
Ya sé que low cost equivale normalmente a servicio malo. Vueling, la aerolínea de nueva generación, te trata directamente como un perro.